jueves, 11 de octubre de 2012

La culpa es del espejo


La palabra “violación” es una idea. Un concepto. Cada vez más, una palabra vacía de contenido que se usa como un arma en la guerra de ideologías, disparada hacia un lado o hacia el otro según quién sea el que dispara. Yo me pregunto, aquellos que hablan de “violación”, de los efectos y consecuencias de una “violación”, de lo que una niña/mujer debería hacer con el fruto de una “violación”… ¿Se habrán detenido un segundo, un segundo apenas, a imaginar lo que se siente? ¿Se animarían a hacer una meditación guiada –tantas hay para relajarse, viajar a lugares maravillosos o sumergirse en el interior de uno mismo- que los lleve por un instante al momento de estar siendo violado/a? ¿Harán el ejercicio aunque sea momentáneo de imaginar cómo es llevar esa marca en el cuerpo, en las emociones y en la cabeza? ¿Y de llevar su fruto adentro, alimentarlo, cargarlo, tener náuseas, que te patee… para no salir de esa pesadilla ni por un instante durante muchísimo tiempo más? ¿Y se imaginarán cómo es parir? ¿Habrán parido alguna vez? ¿Se imaginarán cómo es ser violado y luego parir? Todos aquellos que se arrogan la verdad al respecto… ¿Se animan a que los violen y después seguir vociferando sus verdades para los demás?

De verdad, es una propuesta: meditación pública, guiada, para quien se anime. El momento de la violación, el embarazo, el parto. Experiencia vivencial. Después sí, después les creo votos y vetos.

Es absolutamente imposible, para quien no ha sido violado, saber cómo se hace para procesar semejante trauma. Supongo que también para quien lo ha sido, pero esos hablan otro idioma, el idioma de las víctimas.

¿Puede el estado OBLIGAR a quien pasó por algo así a seguir determinado camino u otro? ¿Puede ALGUIEN EN EL MUNDO decirle a una víctima de algo tan horroroso qué es lo que debe hacer? ¿Puede alguien SABER qué es lo que debe hacerse?

Yo no. Yo no sé cómo se repara algo tan horroroso. Pero sé, como decía el doctor Favaloro, que el problema es educar, no legislar. Cuidar, atender, acompañar a las víctimas. Pero no, una vez más: son las víctimas quienes, como espejos deformantes de una realidad insoportable, deben sentarse en el banquillo de los acusados, quienes dan explicaciones, quienes piden piedad, permiso… y casi casi tienen que pedir perdón.

Vergüenza debería darnos a todos. Vergüenza.


martes, 25 de septiembre de 2012

ABUSO SEXUAL INFANTIL: EL SILENCIO SUFRIENTE


Para todos los adultos que, niños aún, 

siguen temblando bajo las sábanas 

intentando entender 

qué les pasó. 


Clr.Ana Goldenberg
(nota publicada en pisotrece.com.ar)

ESTA NO ES UNA NOTA DE HUMOR 

La advertencia para incautos viene desde el título. Esta cronista (por llamarme de algún modo) viene siendo comentada por intentar en sus notas algo de gracia, ironía y humor. Pero esta nota en particular no tendrá ni gracia, ni ironía, ni humor. Esta nota intentará nombrar lo casi innombrable, y esta cronista en particular considera de pésimo gusto todo tipo de humor desarrollado en base a víctimas, por lo cual se abstendrá de hacerlo. Y si bien no es mi intención generar estados paranoicos en los lectores (pido disculpas si esto ocurre), sí lo es el que estén atentos, no solo a su alrededor sino sobre todo a sí mismos y a sus propias reacciones.

POR QUÉ UNA NOTA SOBRE ESTO TAN FEO 

El abuso sexual infantil (conocido con la sigla ASI) es uno de esos temas que duelen, que lastiman los ojos y los oídos y al que todos intentamos (público en general, profesionales, y sobre todo víctimas y victimarios) dibujar rapidito para pasar a algún otro asunto menos insoportable.

Pero allí está. Y como todo aquello que no se ve, se expande muchísimo más rápido y llega muchísimo más lejos de lo que podemos imaginar. Como una plaga de cucarachas, que viste pasar una y no te quisiste hacer cargo, recién a la segunda pensaste en comprar insecticida pero en realidad ya tenías la casa llena de bichos, así el abuso sobre los niños es un fenómeno del que solo alcanzamos a visualizar, aisladas y cada tanto, ínfimas puntitas de iceberg.

El por qué ocurre esto tiene muchas respuestas, amplias, complejas y compuestas de múltiples factores; muchos de ellos muy más allá del alcance de esta nota que humildemente intenta aportar apenas un punto de vista.

Pasa que, en su mayoría, los mismísimos abusados no saben que lo son, o que lo fueron. “Abuso sexual” es un nombre arbitrario que le da la cultura a una vivencia que la gran mayoría de los que la sufren no son capaces de nombrar.

Es imprescindible aclarar, en este punto, que hay una enorme diferencia entre todos los miles de tipos de abusos que pueden producirse: no es lo mismo que un extraño ataque a un niño atemorizándolo y aprovechándose de su desamparo, que la situación en la que un familiar o amigo de la familia, alguien cercano, valorado y en quien el niño ha depositado su confianza, avance sobre su cuerpo provocándole reacciones y sensaciones desconocidas, atemorizantes u oscuras que el niño atribuirá sin dudas mucho más a su propia culpa que a la del adulto en quien confía y a quien ama. En toda la gama de vivencias intermedias entre estos dos extremos (familias negadoras, niños que denuncian y niños que ni siquiera se atreven a pensar que lo que está ocurriendo está mal aunque lo sientan —porque siempre lo sienten—, familias que denuncian cuidadosamente y otras que forman escándalos que ellas mismas no pueden manejar, y más y más de todo lo que hay por ahí), las palabras “abuso sexual” casi no existen en el vocabulario de las víctimas. No saben lo que es. Solo sufren y, en general, callan.

Es imposible sobrestimar la magnitud del daño que una experiencia semejante puede hacer al vulnerable cerebro en evolución de un niño. No solo vulnerará espectacularmente su autoestima y su autorrespeto, su sensación de ser dueño de sí y de su espacio vital; también vulnerará su noción de la confianza, del amor, y su percepción de sí mismo en el mundo. De qué manera y con qué gravedad lo hará, dependerán de las circunstancias que rodeen a la situación del abuso. Por supuesto y como en casi todo, cuanto más silencio haya alrededor, más profundo es probable que sea el daño (aunque esta regla, como todas, tiene excepciones: un niño humillado o expuesto descuidada u ofensivamente tampoco la tendrá muy fácil más adelante…).

La cantidad de adultos sobrevivientes de abuso sexual infantil es apabullante. Más allá de las improbables estadísticas, es asombroso darse cuenta de cuántas personas refieren a eventos de sus infancias minimizándolos o quitándoles importancia, personas que sufren sus vidas adultas bajo neurosis graves, adicciones y todo tipo de secuelas psicológicas, y a quienes ni remotamente se les ocurriría asociar sus problemas actuales con “aquella pavada” que ocurrió en su niñez.

Ocurre que, en su gran mayoría, los sobrevivientes desconocen la magnitud de las consecuencias que el abuso tiene en sus vidas. Una de las secuelas más fuertes del abuso sexual infantil es la desconexión de las propias emociones: lo que está ocurriendo en el momento del hecho es algo demasiado insoportable y sobre todo incomprensible como para que la víctima mantenga al mismo tiempo la conexión con lo que está sintiendo y la cordura. Hay que elegir entre una de las dos. Y en general, como los niños son sabios, suelen elegir la cordura; por lo cual la víctima se desconecta de lo que está sintiendo… y queda desconectada. Porque es así: esa conexión no es un interruptor que se acciona a voluntad. Cuando se corta, es muy difícil recuperarla. El dolor está, por supuesto, pero atribuido a otras fuentes: ya sea puesto afuera (culpando a cualquier excusa, persona o situación que se le cruce), o vuelto contra sí mismo (considerándose un ser defectuoso incapaz de vivir como alguien normal, generándose autolesiones, adicciones y trastornos de todo tipo). Si a esto le sumamos que quien perpetra el abuso es alguien cercano, alguien en quien el niño o la niña depositaron no solo confianza sino en muchos casos cariño, o autoridad, o simple miedo, el niño, que no tiene ninguna manera de decodificar lo que está ocurriendo, necesariamente tiene que deducir que quien está equivocado es él. Los niños tienen la manía (sigo sosteniendo que esta es una nota sin humor, pero esto último fue irónico) de creerles a los adultos y confiar en que ellos saben y entienden, sobre todo allí donde ellos mismos no saben ni logran entender. Por lo tanto, si ese adulto a cargo está haciendo algo que el niño vive mal, seguramente, desde el punto de vista del niño, es él mismo quien está equivocado. 



No hay palabras para nombrar el caos que semejante situación puede generar en la vulnerable cabecita en formación de un niño. No las hay, porque el abuso es eso: algo que carece de palabras para ser nombrado. Del orden de lo siniestro, el abuso sexual infantil es algo que deja mudas a las víctimas, ciegas a sus familias e impunes a la mayoría de los victimarios.

Es importante destacar que un abuso silenciado no ocurre en cualquier familia. Son ciertas dinámicas y no otras las que permiten que en su seno se desarrolle una situación semejante. Si bien no es el ánimo de esta nota elevar un dedo acusador ni generar culpas paralizantes, sí es importante entender que un hecho de estas características no puede sino ser un emergente de un sistema mayor, que excede al dúo víctima-victimario. Si un niño es mirado y registrado por su entorno, si el niño tiene claro que su cuerpo es su territorio personal, que no debe ni puede ser avasallado por cualquiera, y se siente defendido y respaldado por sus padres con quienes siente la confianza de expresarse cotidianamente, lo más lógico y previsible es que ante cualquier situación extraña que le toque vivir (a menos que esté secuestrado o amedrentado), recurra a sus padres. Si el niño es capaz de verbalizar lo que está ocurriendo aunque no lo entienda, si al menos es capaz de reconocer que eso no está bien y que sus padres estarían dispuestos a defenderlo, el trauma no será tan grande ocurra lo que ocurra. Por supuesto que si es tomado por la fuerza o con violencia o si la situación es desagradable, lo ocurrido será algo que el niño tendrá que procesar seguramente no sin dolor. Pero tiene muchas más chances de arrastrar menos secuelas en su vida adulta que si, como decíamos antes, cree que es algo natural que él merece y que no debiera estarle molestando.


QUÉ ES ABUSO Y QUÉ NO
La noción de “abuso sexual”, en el caso de un niño, es más convenientemente maleable que un pedacito de plastilina. Según quién, cuándo, el contexto, la cultura, la experiencia, la creencia, la situación emocional, el lugar en la cadena (víctima, victimario, familiar, testigo, profesional, público), se califica como abuso o no a una amplísima gama de conductas que pueden ir desde un “besito” en la boca hasta una violación. Y lamentablemente, para la amplísima mayoría y para el saber popular, lo que no constituye violación tampoco constituye abuso. 

Con esto no quiero decir en absoluto que todo contacto (incluido un beso en la boca, sin carga sexual y si el niño no lo siente como invasivo) pueda ser tildado de “abuso”. La verdad es que constituye abuso cualquier invasión de orden sexual del cuerpo del niño (o de su psiquis, también existe por supuesto el abuso psicológico) por parte de alguien cuya sexualidad no esté en su mismo nivel, y sin que el niño tenga manejo real de esa situación. Cualquier manifestación de carácter sexual (puede inclusive ser verbal sin llegar a una manifestación física) que supere la capacidad de procesamiento psíquico y sexual del niño, constituye un forzamiento sobre su desarrollo y por lo tanto, muy probablemente, un trauma serio. En la mayoría de los casos, muy serio. 

Lamentablemente, siempre que se menciona la idea de un “abuso” lo primero que se quiere saber son los detalles: ¿pero qué le hizo? O sea… ¿le hizo o no le hizo? Y en general, SOBRE TODO LA VÍCTIMA (aún en la adultez, diría que especialmente en la adultez) responde “no, abuso, abuso no, solo me tocó”… Como si, por ejemplo, que un hombre adulto con una sexualidad adulta (perversa pero adulta al fin) invada la sagradísima intimidad inmaculada de una niña con su mano, con su mirada o con sus palabras, no constituyera una invasión avasallante, una agresión encubierta o explícita y, sobre todo, algo que para la niña o el niño es prácticamente imposible de entender y procesar.

CÓMO SABER
Hasta hace pocos años, si uno quería saber acerca del abuso sexual, sus consecuencias y secuelas, y navegaba en las páginas de Internet en español, solo podía encontrar algunos artículos sueltos de psicoanalistas que opinaban y teorizaban al respecto, amén de noticias policiales, amarillistas o no. ¿Y las víctimas dónde estaban? ¿Por qué no aparecían? La razón era sencilla: las víctimas —y no me refiero a los niños sino a los adultos, esos niños freezados en la vivencia, escondidos en cuerpos y a veces hasta en identidades que no delataban sino muy sesgadamente aquello que fue—, seguían metidas bajo las sábanas, asustadas, temblorosas y sin entender. Ellas no escribían artículos sesudos sobre el abuso sexual. Ellas ni siquiera sabían que eran ellas. Ellas seguían sin entender qué pasó.

Si bien muchísimas víctimas siguen en ese mismo lugar, un gran cambio se produjo el día en que Joan Montané, un catalán valiente y emprendedor como pocos, decidió crear el “Forogam”, un foro anónimo de ayuda mutua en la web que existe hasta hoy en día http://forogam.foroactivo.com/ (o bien el contacto forogam@gmail.com) donde adultos abusados en la infancia se ayudaban mutuamente, compartiendo vivencias y descubriendo con asombro, conmoción y una mezcla de dolor y alivio que su emocionalidad, hasta ese momento aparentemente única en su especie, era compartida por muchísimos otros que también se sentían criaturas extraterrestres e inexplicables. Y esto porque la vivencia de un adulto sobreviviente de abuso sexual infantil es específica, particular, como un raro tipo de enfermedad que tiene síntomas muy claros y únicos, que solo otra víctima de la misma enfermedad puede entender. Todos, casi sin excepción, se sienten incomprendidos por el resto del mundo. Todos, casi sin excepción, no logran encontrar explicación ni palabras para lo que sienten, para la forma en la que transitan su dificultosa adultez, su identidad y sus vínculos, por no hablar específicamente de su sexualidad. Todos, casi sin excepción, quedan asombrados hasta el paroxismo cuando descubren que su “enfermedad” tiene un nombre, una explicación… y síntomas compartidos por toda una comunidad. 

Obra colosal la de Joan Montané el crear el Forogam, y que dio lugar a una cantidad de otras asociaciones y manifestaciones de sobrevivientes de abuso que de pronto empezaron a hacerse sonar (ejemplo de una muy activa es ASPASI, la asociación española con sede en Madrid http://aspasi.wordpress.com). Obra colosal, decía,  teniendo en cuenta que dentro de este campo, la psicología suele adolecer de una imprescindible humildad: hay que saber mucho, pero mucho, acerca de este tema en particular, para poder intervenir y ayudar con eficacia. La mayoría de los psicólogos y psicoanalistas creen saber mucho más de lo que saben al respecto, y aplican a este mal específico las recetas generales que aplican a cualquier otro mal. Ocurre que este mal no responde a las mismas leyes que otros, y en general las terapias que no contemplan su especificidad suelen fracasar estrepitosamente, aumentando así el número de fracasos emocionales en la historia de los pocos sobrevivientes de abuso que se animan a pedir ayuda. 

Por lo general, lo que mejor funciona para el trabajo con sobrevivientes de ASI son los grupos de pares, cosa no muy fácil de encontrar en Argentina (aunque probablemente los haya si se busca), pero que empieza a proliferar en España y que abunda en los Estados Unidos. Hoy parece también abundar la literatura al respecto, aunque sigue siendo mucho más la de orden clínico que la centrada en el punto de vista de las víctimas.

Entre la literatura que conozco, me atrevo a recomendar “El coraje de sanar”, de editorial Urano, gran obra de Ellen Bass y Laura Davies (ambas sobrevivientes de ASI y expertas trabajadoras con víctimas), una biblia para los sobrevivientes, sus parejas y sus familias, literatura imprescindible sobre el tema si las hay. Lamentablemente hasta hace poco se encontraba fuera de catálogo, aunque ahora parece posible conseguirlo por Internet. También circula entre los entendidos en fotocopias tachadas, rayadas, sufridas… Este libro, enorme en tamaño y en sabiduría, tiene toda la apariencia de un libro de autoayuda y podría decirse que lo es en el sentido más literal de la palabra: no solo pone palabras a lo innombrable sino que está además poblado de ejercicios muy útiles para el trabajo personal e íntimo que necesariamente debe llevar a cabo cualquier persona que se haya identificado a sí mismo como parte de esta población. 

También está el valiente “Cuando estuvimos muertos”, libro autobiográfico de Joan Montané editado en España, en el que habla de su experiencia como víctima, su otro libro “Los niños que dejaron de soñar” y su página web, http://www.jmontane.es/, donde hay también links de todo tipo y muchísima información.







¿Y QUÉ SE HACE?
Reconectar los cables cortados no solo es difícil sino también muy doloroso. Encontrar la verdadera fuente del dolor implica vivenciarlo en toda su intensidad, al menos al principio del proceso. En algunos casos, esto es casi enloquecedor. Sin embargo, el que la víctima se reconozca como tal —lo cual suele producir un quiebre psicológico tan importante en el nivel de la identidad que en muchos casos se vuelve imposible hacerlo— parece imprescindible como punto de partida para empezar un proceso de sanación. 

El reconocer la importancia que el o los incidentes —la negación y la antigüedad hacen que no siempre sea fácil recordar exactamente cuántos, cómo, cuándo fueron— tuvieron en la vida de la persona, informarse sobre las secuelas más comunes y por lo tanto salir de la categoría de “extraterrestre incomprensible” en la que la mayoría de las víctimas se van autocatalogando a lo largo de su vida; y conectarse con otros que han sobrevivido parecen los pasos más lógicos después del primero.

Pero el cuento sigue difícil también después de esta durísima revelación. El quiebre psicológico que significa reconocerse como víctima suele generar en la persona la más amplia gama de reacciones, no todas “civilizadas” ni bajo control, que por lo general causan shock o rechazo en su alrededor (ya dijimos que se trata de un tema al que la mayoría de las personas, por una razón u otra, prefiere no mirar). No es poco frecuente que después de tanto tiempo de negación se produzca una especie de reivindicación compulsiva que el resto de la sociedad, incómoda y confrontada, rechace tildándola de “autovictimización”. Y es lógico: el abuso infantil no solo es algo espantoso, es sobre todo algo con lo que la mayoría de la gente no sabe qué hacer. Aún con la mejor de las intenciones, la mayoría no sabe qué decir, cómo ayudar, cómo mirar.

Y entonces se vuelve lo más común del mundo que, después del colosal esfuerzo de la víctima por reconocerse como tal y presentarse así ante el mundo, el mundo en respuesta le acaricie la cabeza y le explique paternalmente —le ruegue, en realidad— que listo, ya lo dijo, ahora ya puede —y debería— dejarlo atrás. Y la víctima queda así sola, después de haber pegado el grito que se abrió paso desde el centro de la tierra hasta su boca, parada en el desierto sin que nadie la haya escuchado. También es común que entonces el resto del mundo le responda “ya te escuchamos, listo, no lo digas más”. Y la víctima entonces alternará entre el regreso al silencio tratando de seguir como hasta ahora (es decir, revictimizada), y la necesidad de ser escuchada y registrada y por lo tanto de volver y volver a hablar… muy probablemente de forma compulsiva, y muy probablemente siendo más y más rechazada, por sí misma y por los demás. Quien quiera conocer más sobre este proceso circular, doloroso y compulsivo, no debiera perderse la enorme película danesa “La celebración” (Festen, de Thomas Vinterberg), terrible retrato de este tipo de situaciones.

 (En tren de mencionar películas, no puedo dejar afuera “Belle de jour”, del gran Luis Buñuel, aunque las alusiones al tema en este caso son infinitamente más sutiles y por eso mismo más penetrantes; e, imprescindible si las hay, “Magnolia”, de Paul Thomas Anderson, película sanadora en sí misma que explora todo tipo de abusos sobre los niños, sean sexuales, afectivos o morales).

En cuanto a las familias, ya sea de un niño que fue o da signos de haber sido abusado o de un adulto que en determinado momento se reconoce como tal, si están dispuestas a enfrentar el problema e intentar colaborar, es muy importante que no minimicen el tema (ya la víctima se encargó de minimizarlo durante la mayor parte de su vida), que le den el espacio que la persona manifieste necesitar (aunque esto llegue a ser muy duro, ya que puede incluir acusaciones, demandas y descontroles varios por parte de la desestabilizada víctima) y que estén dispuestos a reconocer su parte de responsabilidad, ya que, tal como lo dije anteriormente, un abuso sexual infantil, especialmente si es silenciado, forma parte de una dinámica familiar que excede, por lejos, la problemática de solo uno o dos de sus miembros.

En cuanto a la contraparte, el victimario… esta cronista se abstiene a hablar, por absoluta y completa ignorancia. Si bien estadísticamente se sabe que la mayoría de los abusadores han sido a su vez abusados (lo cual no los exculpa, no toda víctima se convierte luego en victimario), me resulta imposible comprender a un adulto que se erotiza con el cuerpo y la sexualidad no desarrollados de un niño, o con la superioridad y el poder que la situación le otorga, o con el goce de humillar a quien no puede defenderse. Debe haber muchísima literatura psicológica que ayude a comprender este fenómeno… pero no es ámbito de esta nota investigarlo, porque ésta es una nota sobre víctimas, y sobre quienes las aman y las quieren ayudar.

ENTONCES

Ya sea que el abusador haya sido a su vez abusado, ya sea que el abusador no forme parte de la familia pero que haya existido una dinámica que permitió que el abuso se produjera o que se silenciara, ya sea que todos hayan puesto su mejor voluntad pero las cosas por alguna razón hayan salido mal…

El punto es que en algún lugar debe cortarse la cadena. Alguno de los eslabones tiene que parar, mirarse al espejo, reconocer el daño y, como quien recibió último una papa caliente de una larga fila de manos llagadas, tolerar ese calor y retener la papa hasta que se enfríe.



Según cuál sea su posición en la cadena (una vez más, aún al público aparentemente “no involucrado” le cabe colaborar con la cadena de enfrentamiento o negación), quien tenga esta papa hirviendo en su mano deberá ver cuál es su forma de enfriarla sin soltarla, ignorarla o arrojarla contra la cabeza de quien ande cerca suyo.

Si se trata de un profesional a quien de pronto le toca enfrentar a un paciente con esta problemática sin haberse formado especialmente en el tema, será su responsabilidad consultar, formarse, informarse o derivar. Pero sobre todo, y muy especialmente, ESCUCHAR Y VALIDAR.

Existe la creencia, que muchos psicoanalistas se encargan de explicitar, de que “da igual” si los hechos fueron reales o no, siempre y cuando para la psiquis del paciente lo sean. Es decir, no importa si la persona fue o no abusada en los hechos, lo que importa es si la persona cree que lo fue. Carezco de conocimientos para discutir esta afirmación desde lo teórico, pero sí puedo afirmar el daño inmenso que en la práctica produce la explicitación de semejante hipótesis ante alguien que está descubriéndose como víctima (y que, como muchísimos de los que pasan por ello, duda de sí mismo y de sus recuerdos). El manifestarle que “da igual” que haya ocurrido o no, aunque tenga la intención de transmitirle a la persona que lo único que importa es su realidad psíquica, alimenta una vez más la autodesvalorización y la duda sobre sí mismo, sus recuerdos y sus derechos. ¿Da igual que a una persona la atropellen, vulneren su espacio y sus derechos, que qué no sea así? ¿Da igual que se lo hayan hecho o que se lo haya imaginado? ¿Su REALIDAD, sus recuerdos, su cuerpo no tienen valor? Es un mensaje que revictimiza a la víctima y que vuelve a hundirla en las dudas, en el miedo y en la oscuridad.

Si se trata de la familia en la que de pronto un miembro surge con una revelación semejante, como dijimos anteriormente, el sistema familiar (si realmente desea ayudarlo y hacerse cargo de lo que le toca, cosa no muy habitual pero que en algunos afortunados casos ocurre) tendrá que encontrar la forma de escuchar y escucharse tolerando el horror de hacerlo, la dificultad de ayudar, lo duro de enfrentar la propia responsabilidad en el asunto y la impotencia de lo irremediable, con el imprescindible optimismo que exige la voluntad de reparación.

Y si se trata de alguien que empieza, lenta o bruscamente, como una intuición o como un grito atroz, a descubrirse como víctima… Si alguien ya en su adultez empieza a sospechar, a temer, a perturbarse intuyendo que aquello sepultado en el rincón del olvido, de lo onírico o de lo minimizado, tiene algo que ver con sus dificultades actuales para construir una vida satisfactoria… Esa persona tendrá —si le alcanzan los recursos internos y el valor— que hacer el arduo recorrido de sentir el dolor, reconocerse a sí mismo como víctima, como NO CULPABLE de lo que le ocurrió, como alguien que simplemente no tuvo opción. Y, de ser posible, una vez reconocida esta realidad y atravesado el dolor que ella implica, empezar a caminar… al ritmo que sus pasos zozobrantes y temerosos le permitan… uno tras otro… inventándose respuestas, inventándose recursos… empezando a respetar las necesidades que su proceso único y personal le imponga… hacia una vida de salud, de amor y de reparación.

De eso se trata el proceso: de primero ser capaz de la enorme y dolorosa revolución que implica reconocerse como víctima de abuso sexual infantil para luego, RECIÉN LUEGO (y esto puede tomar mucho tiempo, muchos años) empezar a salir con los propios pies, temblorosos, temerosos o seguros pero propios, de ese espantoso lugar.

Para leer y ver un poco más:

- Documental “Infancia rota” http://www.youtube.com/watch?v=Qub9gKZseFA
- Anoche hablé con la luna (Alfredo Gómez Cerdá)
http://www.leergratis.com/libros/anoche-hable-con-la-luna-alfredo-gomez-cerda.html
- ¡Estela, grita muy fuerte! (Isabel Olid)
http://blog.mamasybebes.com/estela-grita-muy-fuerte-cuento-infantil-contra-los-abusos-sexuales-a-escolares.html
- Conversaciones con un pederasta (Hammel Zabin)
http://laeleganciadelaspalabras.blogspot.com.es/2011/11/libro-recomendado-conversaciones-con-un.html
- La primera vez tenía seis años (Isabelle Aubry)
http://www.rocaeditorial.com/catalogo/la-primera-vez-tenia-seis-anos-679.htm


Nota publicada en pisotrece.com.ar

sábado, 22 de septiembre de 2012

¿Qué recórcholis es el counseling?

¿Terapia? ¿Consejos? ¿Una chantada?


El counseling o consultoría psicológica es una disciplina que anda medio de moda, oscilando entre el prestigio y el desprestigio, la recomendación apasionada y el desprecio científico. Nadie sabe muy bien si es algo así como un psicólogo, un “coach” onda alguien que te resuelve problemitas o que te da consejos, si viene por el lado de la New Age o del capitalismo salvaje. Hay quien piensa que es una carrera corta y boba que estudian las señoras gordas que se aburren en su casa, y quien cree que es una cosa complicadísima que viene de los Estados Unidos y que no se parece a nada de lo que hay acá.

La cuestión es que todos tienen razón. ¿Por qué? Porque el Counseling puede tomar muchas formas, tantas como counselors existen, y puede ejercerse desde muchos lugares distintos.

Existen distintas aplicaciones para el counseling en diferentes terrenos: está el counseling educacional, el counseling laboral, el counselig comunitario… Pero aquí nos ocuparemos específicamente del counseling aplicado al desarrollo personal, que es el más conflictivo.

Los que piensan que es una especie de psicología, tienen razón. Tienen razón porque vas, te sentás y hablás con alguien que está ahí para escucharte y acompañarte y crear una relación que te ayude a resolver lo que sea que creas que necesitás resolver, e incluso a descubrir cosas que ni sabías que tenías que resolver (que por lo general, están debajo de las que sí sabías). Pero no tienen razón, porque el counseling trabaja desde el marco de referencia de la salud y no de la enfermedad, el counselor no está ahí para “curarte” de nada ni vos sos un “paciente” que tiene algún tipo de enfermedad. Sos un ser humano normal, común y corriente… O sea, no sos nadie. Porque nadie es ni normal, ni común, ni corriente. Sos un ser humano único como cada uno de nosotros lo es. Y de eso se trata: de respetar y encontrar tu unicidad, tu particular manera de experimentar la vida, tu vida, y lo que ocurre dentro y fuera de ella.

Tampoco tienen razón los que lo comparan con la psicología porque el counseling no trabaja con patologías ni con neurosis profundamente instaladas, aunque llegado el caso puede trabajar en equipo con psicólogos, psiquiatras, médicos y quien haga falta.

Igual que la psicología, el counseling puede ejercerse desde diferentes marcos teóricos. El favorito de la humilde autora de esta nota es el counseling humanístico, basado en el Enfoque Centrado en la Persona (ECP) desarrollado por el norteamericano Carl Rogers. La base de lo que dice sería más o menos así (muy más o menos):

Todos tenemos una tendencia innata a crecer, a mejorar, a alcanzar el máximo desarrollo de nuestro potencial… es decir, a ser la mejor versión posible de nosotros mismos. Y cuando dice todos incluye a todo lo que hay en el universo: plantas, bichos, piedras… todo tiende a desarrollarse hasta alcanzar su potencial máximo (lo que denomina “tendencia formativa del universo”). Si metés una plantita en un vasito de agua encerrada en un galpón oscuro, la pobrecita se estirará y se estirará hasta alcanzar la rendijita de luz que entra por un rincón y hará lo mejor que pueda con eso. Okay, no tendrás una selva, pero ella igual lo intentará y lo seguirá intentando. Y nosotros, según Rogers, también.

Entonces, ¿qué es lo que falla? Porque que uno sepa, muchos de nosotros nos vamos bien para lo oscurito y nos quedamos ahí hechos un harapo hasta que cambie el clima, pase el apocalipsis o alguien nos rescate con alguna droga, legal o no.

Bueno, lo que Rogers dice es lo siguiente: para que esta tendencia al desarrollo, que es como nuestro motorcito interno, pueda funcionar correctamente, necesita tener buena información. A ver si nos entendemos: un motorcito puede estar totalmente dispuesto a llevarte al mejor lugar del mundo, pero si tiene el GPS todo mezclado te va a llevar directo a la… bueno, ahí. O sea que lo que nos pasa a los seres humanos es que tenemos el GPS todo mezclado y la información que guía a nuestro motorcitos a hacernos felices hace que terminemos llorando en una zanja.

¿Por qué tenemos el GPS confundido? Según Rogers, por lo siguiente:

Cuando nacemos y durante nuestros primeros añitos, todos dependemos de mamá (o de quien se apiade de nosotros) para sobrevivir. Esto es una obviedad, ¿nocierto? Sin embargo, para nuestras frágiles y moldeables cabecitas, esto significa que necesitamos, NECESITAMOS, que mamá nos apruebe. No sólo eso: necesitamos que nos comprenda, que comprenda lo que nos pasa.

Entiéndase bien: no necesitamos que nos diga que todo lo que hacemos está bien. Necesitamos que nos diga que NOSOTROS estamos bien, más allá de lo que sintamos o hagamos. Que nuestro valor como personas no se altera, aunque nos mandemos macanas o sintamos deseos de que nuestro hermanito se caiga por el balcón (todos los sentimos, señores, lo lamento pero es así). Es decir, necesitamos ACEPTACIÓN INCONDICIONAL como personas, aunque sí se limiten nuestras conductas (porque si no, tiraríamos al dichoso hermanito por el dichoso balcón). Esta aceptación, cuando tenemos pocos años y dependemos cien por ciento de la otra persona, se convierte en vital: si el otro no me acepta, yo no vivo.

Pero lamentablemente, la aceptación que recibimos es condicional. Mamá nos quiere con la condición de que seamos buenos, o de que ayudemos en la mesa, o de que nos peinemos raya al costado y no al medio (hay cada madre…). Pero sobre todo, nos quiere si tenemos los sentimientos que “hay que tener”, los que se consideran “aceptables”. Entonces nosotros traducimos: “si quiero ahorcar a mi hermanito, soy malo, mamá no me quiere. Ok, no quiero ahorcar a mi hermanito. Esta sensación de que me crecen los colmillos cada vez que lo veo se llama amor, porque por el hermanito hay que sentir amor”.

Y chau. Ahí perdimos. Cada vez que sintamos odio, lo decodificaremos como amor, y el motorcito dirá: “rajemos del amor porque es un espanto”, o algo parecido. Terminamos traduciendo mal todas nuestras experiencias, porque con el correr del tiempo no sólo mamá y papá, sino también el colegio y la sociedad en general nos fueron enseñando a pensar de nosotros mismos sólo aquello que parece “aceptable” para el mundo al que nos tenemos que adaptar, y a relegar al exilio a todas aquellas (muchísimas) experiencias que nuestra conciencia entiende como inaceptables. Y ahí el GPS se jorobó para siempre.

¿Qué hace falta, entonces, para llegar a un mayor desarrollo de nuestro potencial, o sea ser mejor lo que ya somos y dar mejor lo que traemos para dar? Fácil: arreglar el GPS. ¿Fácil? Y sí. No, pero sí. ¿Qué necesitamos para arreglar el GPS? Según Rogers, una relación que nos pueda brindar las mismas tres condiciones que necesitábamos de mamá: 

-        EMPATÍA: que la otra persona entienda NUESTRA PARTICULAR forma de vivenciar las experiencias que nos tocan, desde NUESTRO PARTICULAR marco de referencia. No es lo mismo comer chizitos para vos que para mí. Para cada uno, cada detalle de la vida es un mundo particular de significados, emociones y referencias. Necesito que la otra persona comprenda y sienta lo que yo siento cuando como un chizito (o algo más relevante, ponele, cuando me abandona mi novio o cuando me como un chivito entero). En resumen, no necesitamos sentirnos entendidos sino comprendidos.

-        ACEPTACIÓN POSITIVA INCONDICIONAL: como ya explicamos antes, esto no significa estar de acuerdo, compartir ni aprobar todo lo que al otro le pase, piense o haga. Significa que nada de lo que yo sienta será juzgado ni pondrá en juego mi valor como persona. La aceptación positiva implica una actitud positiva hacia la persona en sí, más allá de los contenidos que pueda transmitir. La persona no es juzgada sino aceptada como valiosa con todo el mundo personal que trae a la consulta, de modo que se siente segura para explorar todas sus experiencias, aun aquellas por las que temería ser rechazado.

-        Que la otra persona esté en un estado de CONGRUENCIA INTERNA: Y… ésta es la más complicada. Para Rogers, ser congruente no pasa simplemente por hacer lo que uno dice, sino más bien por entender adecuadamente lo que uno siente. Es decir: tener el GPS en un funcionamiento no te digo óptimo, pero aceptable. Que cuando siento odio no me crea que siento amor, que cuando tengo ganas de salir rajando no piense que eso es querer bailar un vals. Es muy importante que el counselor tenga claras sus emociones (esté en un estado de congruencia interna) en el momento de vincularse con su consultante, ya que esta congruencia se transmite y permite al otro entrar en contacto con su propia experiencia en un marco en el que resulta seguro hacerlo.

Según Carl Rogers en su Enfoque Centrado en la Persona, y según yo que pude experimentarlo, estas tres condiciones básicas en una relación (en cualquier relación) crean un clima de seguridad psicológica en el que nuestra integridad psíquica (o sea, nuestra identidad) no se siente amenazada, y de ese modo favorecen el desarrollo y crecimiento, el autoconocimiento, la autoaceptación y también el cambio. Serían, en palabras de Rogers, una especie de “líquido amniótico psicológico” que si se logra, permitirá que el embrioncito que nos quedó guardado de lo que podríamos llegar a ser crezca, se desarrolle y nazca.

Entonces el counseling humanístico propone eso: crear una relación en base a estas tres condiciones (empatía, congruencia, aceptación positiva incondicional), dentro del marco de referencia de la salud, en el que no se curan patologías ni se trabaja con neurosis severas, pero sí se acompañan procesos de crecimiento, de cambio, de crisis, de toma de decisiones, o simplemente procesos de autoconocimiento personal.

O sea: una relación sana, cálida, productiva. Y en la que el counselor, poniendo en juego toda su persona, crece, cambia y se desarrolla también.



Nota publicada en la revista digital Piso 13.
www.pisotrece.com.ar

“Cuando me veo como parte de un proceso, advierto que no puede haber un sistema cerrado de creencias ni un conjunto de principios inamovibles a los cuales atenerse. La vida es orientada por una comprensión e interpretación de mi experiencia constantemente cambiante”. 

Carl Rogers 

Olivia tiene un año. Yo tengo cuarenta y tres.

Lo malo de ser una madre vieja, además de los dolores lumbares y la poca resistencia al mal sueño, es que una tuvo muuucho tiempo antes, no solo para vivir la vida sin esclavitudes ni apegos ni miedos tan enormes… sino también para pensar, opinar y por qué no, juzgar lo que veía a su alrededor acerca de la crianza de los niños. Qué mal lo hacían todos, empezando por los propios padres. Y nuestras amigas, la señora que iba con ese chico por la calle y la vecina con su bebita también.

Flagelos tales como exigirle al niño más de lo que puede, depositarle expectativas e inseguridades propias y –Dios nos guarde– repetir errores de papá y mamá, eran cosas que no le ocurrirían a una. Porque una estaba prevenida. Una había observado y había pensado. Total… no estaba ocupada teniendo que criar un bebé.

Y después viene la criatura.

Cuando Olivia cumplió quince días, yo ya había cometido, magnificadas, la gran mayoría de las barbaridades que le había criticado a mi mamá. Es decir, lo que mi madre tardó cuarenta y dos años en perpetrar, a mí me tomó apenas dos semanas.

Entonces empecé a leer desesperadamente (en los minutos que Olivia me dejaba libres entre calmarle el llanto, amamantarla, dormirla, cambiarle los pañales, volver a calmarle el llanto y tratar de sobrevivir yo misma sin tomar un antipsicótico) todo tipo de literatura sobre crianza buscando una pista, un dato, ALGO que me explicara qué hacer con ese bichito hermoso e incomprensible que se acurrucaba en mi pecho con forma de ranita.



Entre todo lo que leí estaba la literatura del pediatra español Carlos González, a quien el padre de Olivia acusa de “enviado, sobornado y controlado por la mafia infantil” ya que está a favor de… todo lo que el bebé pida: tomar la teta ciento cincuenta y ocho veces por noche, dejar de trabajar para dedicarse sólo al niño, que coma si quiere y si no, no, que duerma en la cama con los padres hasta que se le dé la gana, etc.


En su favor, hay que decir que González intenta contrarrestar la dureza del Dr. Estivill, autor del traumático “Duérmete Niño” (algo así como “Cúrtete, niño”) y que vendría a ser una especie de entrenamiento militar del bebé: tiene que aprender a dormir solo, en su cuarto, de tal a tal hora, y de tal y tal manera. Y que llore. Y así a comer. Y así a todo. Por supuesto, estas son reducciones salvajes y antojadizas de teorías y métodos más desarrollados, pero que en definitiva proponen más o menos lo que acabo de relatar. Gracias al cielo también están las Guías Inútiles Para Madres Primerizas (tomos 1 y 2), de Ingrid Beck y Paula Rodríguez, que todo lo relativizan y de todo (o casi) se ríen.

También, cómo no mencionarlas, existe un ejército de mujeres profesionales, vocacionales y ambas, que intentan contrarrestar la perdida de sabiduría de la tribu apoyando a sus congéneres, visitándolas en horarios imposibles (un sábado a las once de la noche por “emergencia de lactancia”, por ejemplo), juntándolas en grupos, atendiéndolas por teléfono aún sin conocerlas y tratando de ayudar como saben, pueden o creen. El problema es que entre ellas tampoco están de acuerdo: unas piensan una cosa y otras otra, otras algo parecido y otras simplemente te abrazan hasta que te sientas mejor. Mujeres enormes, madrazas o compañeras, que ostentan títulos como “doula”, “puericultora”, “especialista en crianza” o simplemente vocacionales del acompañamiento y la ayuda que no quieren o sienten que no deben dejarte sola. Entre ellas están (en Buenos Aires) las enormes Melina Bronfman, Roxana González, Graciela Scolamieri, Laura Krochik, Violeta Vázquez, Paula Chaqui y Carolina Nadersohn… todas acreedoras, cada una en su medida, de un buen pedacito de la enorme sonrisa de Olivia. Pero de pedacitos diferentes que la madre (yo) fue juntando como pudo, como encontró, como le salió.

Entonces allí estamos: la pequeña creación que una apenas puede reconocer como propia de tan parte de una que la está sintiendo, y una. Cara a cara. Berrido a berrido. Esos ojos que son pura pregunta, y una sin ninguna respuesta que clasifique como “posta”. ¿La levanto o no la levanto? ¿Cuánta teta le doy? Y más tarde, ¿la obligo a comer ahora que no quiere y le niego la comida después? ¿O mejor le doy de almorzar a las cinco de la tarde porque me lo está pidiendo y si tiene hambre a las dos de la mañana me levanto y le caliento la vitina con quesito?

Cuando el bebé es chiquito, todos hablan del instinto maternal. Que si lo tenés, que si la cesárea o la sociedad de consumo te lo enajenaron, que si tiene razón la doula o el pediatra. Cuando ya es un poco más grande, es peor aún: qué pensás enseñarle que es la vida. Porque es eso lo que está en juego, y nada menos: lo que vos hagas con las necesidades, demandas y emociones de esa criatura, es lo que ella va a aprender que es la vida. Tranqui, no te sientas presionada, ¿eh? Vos relajá.

Y una, madre perdida entre la presión, el instinto, el enorme deseo de hacer feliz a esa maravilla que le cayó entre los brazos y los infinitos autores intermedios entre González y Estivill, se desespera buscando alguna verdad en la que pueda confiar. Y termina descubriendo, como siempre, que la única verdad en la que se puede confiar es… que no las hay.

En medio de toda esta confusión de hormonas, teorías y juicios, me encuentro con que ya no creo en muchas de las cosas en las que creía, con que muchas de las que no creía… bueno, por ahí no están tan mal, y que si tengo que buscar algo de qué agarrarme, una vez más aparece el Enfoque Centrado en la Persona de Carl Rogers, sentadito en la primera fila y sonriéndome con su infinita calidez.



RECAPITULANDO:

En una nota anterior, hablamos de las tres condiciones básicas que el enfoque rogeriano considera imprescindibles para potenciar lo mejor de una persona. Empecemos por donde empecemos, las mismas tres parecen saludables a la hora de enfrentar los ojitos limpios, pestañudos y preguntones de la hermosa Olivia.

ACEPTACIÓN POSITIVA INCONDICIONAL

Olivia es una niña que ya tiene las cosas muy claras: quiere esto y esto no. Y su expresión de disgusto es severamente riesgosa para la audición de quien ande a menos de cien metros de distancia. Cuando la bella se molesta, sangran los tímpanos de todo el vecindario.

También hace una cantidad de cosas que resultan, digamos, inconvenientes: intenta barrer con la escoba que le golpea la cabeza con el palo (¿se lo imaginan?); se trepa al sofá y quiere bajar caminando, y en este mismo instante lucha por arrebatarme la computadora. Ahora explíquenme cómo se hace para aplicar esto de la aceptación positiva incondicional en vez de atarla a la cama hasta terminar de escribir.

Bueno, según Rogers, esta aceptación positiva nada tiene que ver con aprobar ni permitir cualquier cosa que manifieste el sujeto (en este caso, la sujetita). Si Olivia odia irse a dormir y por eso grita como si fuera una sirena policial, yo no tengo por qué aceptar que se quede despierta ni que me perfore el tímpano. Pero eso no significa que condene el hecho de que ella se sienta así.

Discriminar la conducta, el sentimiento y el JUICIO SOBRE AMBOS es algo tan fundamental como desafiante. Porque la verdad es que al decimoquinto grito uno la quiere matar, y punto.

O sea que mientras intento, como sea, pueda y la viveza criolla me aconseje, hacer que la criatura logre conciliar el sueño, trataré de que no sienta que la estoy juzgando por sentirse frustrada y enojada, solo que tendrá que procesar ese sentimiento y dormirse de una maldita vez.

Es importante que yo misma tenga presente que Olivia tiene derecho a sentir rabia porque tiene derecho a sentir lo que quiera, porque sus sentimientos son suyos, y que tiene derecho también a manifestar lo que siente siempre y cuando no sea de una forma destructiva. Esto significa también que, tal como lo explica Dorothy Corkille Briggs en su hermoso libro “El Niño Feliz”, intentaré proporcionarle medios saludables, constructivos e inofensivos para descargar su ira, su frustración o aquello que esté sintiendo, sin juzgar, opinar ni mucho menos condenar los contenidos de lo que exprese.

Aceptación positiva incondicional es entonces entender a tu hijo no como un animalito al que hay que domesticar enseñándole qué es bueno sentir y qué no, sino como alguien cuyo derecho a la individualidad y a la experiencia subjetiva hay que respetar y cuidar; enseñándole qué conductas son viables y cuáles no para procesar su propia vivencia.

EMPATÍA

A diferencia de lo que comúnmente se entiende por simpatía, la empatía rogeriana no se refiere a proyectar mis sentimientos, por buenos que sean, sobre la vivencia del otro (desear que se sienta mejor, pensar cómo ayudarlo, juzgar si tiene o no motivos para sentir lo que siente, etc.) sino de ponermeliteralmente en sus zapatos por un rato, mirar el paisaje tal como se ve desde su ventana, y de alguna forma comunicarle que lo veo.

Esto presupone el reconocimiento de la existencia del otro como individuo separado, cuyos sentimientos, emociones y formas de vivenciar el mundo son únicos, particulares y solo pueden medirse bajo su propio parámetro.

¿Por qué es importante la empatía? Porque el de la vida es un viaje incierto y difícil, en el que estamos solos y a veces muy desorientados. Porque nuestro mapa es único e irrepetible, y nadie puede darnos la ruta segura para nuestro trayecto personal. Y necesitamos el alivio de sentir que alguien puede, si no darnos la respuesta, al menos comprender nuestra pregunta. Necesitamos de la intimidad psicológica que genera el saber que hay alguien capaz de tomar la mano de nuestra alma y acompañarnos en un pedacito del viaje. Dice Dorothy Corkille Briggs: “La empatía significa que otra persona ha penetrado en nuestro mundo”.

Nadie necesita sentirse más comprendido y acompañado en el intenso y aventurado camino de descifrar este mundo y el propio mundo interior que un niño. Y por alguna razón, por varias razones en realidad, con nadie es más difícil ser empático que con los propios hijos.

El hijo, ese pedacito de uno mismo que tiene en vilo nuestro corazón, nuestra alma, nuestro sueño (literalmente, nuestras pocas y valiosísimas horas de sueño) y nuestra salud mental, es lo más difícil de reconocer como un otro separado de uno después de la simbiosis que tuvimos en la adolescencia con nuestra mejor amiga o con nuestro novio. No hay nada, nadie, ninguna cosa con vida o sin ella que sea objeto más directo de todas nuestras proyecciones, prejuicios, complejos, miedos, experiencias y más y más etcéteras que la criatura que acabamos de depositar sobre el planeta.

Lo que yo creo que debiera ser un niño de cinco años o una pesadilla de catorce (no, no soy prejuiciosa, soy realista), está necesariamente atravesado por lo que yo fui a esa edad. Ya sea que crea que debe ser como fui yo, o lo contrario, o lo que mis padres creyeron que debía ser, o lo que quise ser y no logré… ¿Cómo hago para ver, a través de tanta niebla de emociones, ideas, recuerdos, represiones, olvidos, al pichón de ser humano que se desarrolla frente a mí, que no soy yo y que tiene todo un universo propio en el que yo soy sólo un factor?

También está todo lo que entendemos como “experiencia” o “madurez”: aquello que creemos que sabemos. Lo que aprendimos a lo largo de nuestro esforzado camino para ser quienes somos. NOSOTROS. Quienes somos nosotros. No ellos. Y esto sumado a los valores que tenemos hoy, gente grande que tiene que llegar a fin de mes, desarrollarse profesionalmente, cocinar para la cena… y criar a un niño.

Cuando Olivia grita de frustración porque no logra atravesar la pared empujando una silla, yo tengo dos opciones: o trato de explicarle que no vale la pena ponerse tan mal por eso (ya sea desde la “madurez” de saber que la pared no se puede atravesar o desde mi propia visión de que “para qué querría hacerlo”), o trato de comprender lo que ella está sintiendo, del modo en que lo está sintiendo… que probablemente no sea exactamente lo que sentí yo cuando me pasó a mí a su edad, porque Olivia es más cabeza dura que yo, o tiene más deseo, o tal vez más fuerza y sabe que si empuja un poquito más va a lograr romper la pared (y mi paciencia). Es decir, la empatía significaría entender que Olivia tiene su propia forma de vivir lo que está viviendo, y desde allí tratar de ayudarla a resolver su frustración sin imponerle mi experiencia como niña ni mis conceptos de adulta.

CONGRUENCIA

La congruencia, dijimos en una nota anterior, refiere a una correcta representación en la conciencia de aquello que uno está sintiendo; es decir, no creer que uno tiene frío cuando tiene calor. Y esta representación es fundamental para que el motorcito que nos conduce hacia nuestro propio crecimiento pueda funcionar adecuadamente. O sea, para que seamos medianamente felices.

Si Olivia enloquece de furia porque odia ir sentada en su cochecito y yo trato de convencerla de que ir en el cochecito le encanta, la estoy estafando. Claro que necesito que ella se siente en su maldito cochecito porque mi brazo no resiste llevarla a la plaza a upa ni una sola vez más, pero a ella NO LE GUSTA ir en el cochecito. Y estos son dos hechos separados. Como yo soy su mamá, es decir su principal referente, espejo y traductor del mundo y de sí misma, Olivia tiende a creer de manera sorprendentemente literal en las cosas que yo le digo (por lo menos hasta su adolescencia, que entiendo comienza actualmente alrededor de los nueve años…). Si le digo que es cabeza dura, lo más probable es que me crea. Si le digo que es inteligente, linda o malvada, me va a creer. Y si le digo que lo que le gusta lo que en realidad no le gusta… probablemente me crea también. Lo cual no significa que su experiencia vaya a cambiar, sino simplemente que la va a traducir de manera distorsionada: cuando se sienta mal con respecto a algo, pensará que eso es sentirse bien. Que eso le gusta. Listo, le estoy haciendo un favor genial.

Claro que es más complicado el camino de reconocer “vos odiás ir en el cochecito y yo te voy a obligar a hacerlo igual”. Pero la verdad es esa, y la verdad es algo muy valioso para una cabecita en formación, ya que la percepción excede las palabras y cuando algo hace ruido pero no es nombrado, genera bastante confusión, por decir poco.

El problema, una vez más, somos nosotros mismos: si yo no soy capaz de reconocer adecuadamente y aceptar mis propios sentimientos, difícilmente podré hacer lo mismo con los de Olivia. Es decir, si no puedo tener un funcionamiento congruente (lo cual implica, por ejemplo, reconocer a pesar de la culpa que hay momentos en que quisiera dejarla encerrada en casa y salir corriendo, y aceptar y procesar también que no puedo hacerlo a pesar de lo que siento), tampoco puedo favorecerlo en ella.

CONCLUSIÓN:

Si creo que el enfoque rogeriano es el camino hacia la autoaceptación, el autorrespeto y el desarrollo del potencial de mi hermosísima Olivia (¿ya les dije que es hermosa?), es imprescindible que yo misma busque la forma, como madre, de revisar mi propia historia, de comprender mínimamente mis emociones actuales y de aceptarlas.

Si no soy capaz de aceptar las emociones de Olivia, ella también aprenderá a rechazarlas. Y si no soy capaz de aceptar las mías, difícilmente podré aceptar las de ella.

Corkille Briggs dice que “la empatía se produce más fácilmente cuando entendemos que nuestro papel es el de un ser que nutre y posee alto grado de fe en la capacidad de su hijo para autodirigirse”. Es decir, cuando tenemos una visión positiva de nuestro hijo como ser humano poseedor de su propia tendencia actualizante, o sea, de su propio motorcito que lo conducirá a lo que es mejor para él.

Esto implica por supuesto entender al ser humano de una forma positiva, como alguien que sólo necesita las circunstancias apropiadas para desarrollar lo mejor posible todo lo que de constructivo trae para dar.